Signos de los tiempos para la Iglesia y nuestra sociedad.
Imaginémonos a dos
corredores van mano a mano, peleando la punta a un velocidad notoriamente
coordinado, esto a pesar de sus diferencias. Cuando quedan dos vueltas, uno
empieza de a poco a distanciarse. Pero cuando suena la campana que indicaba los
últimos metros, el puntero apuró aún más el paso y se alejó, cada vez más…
hasta llegar a la meta, dejando al otro a gran distancia.
Algo así ha ocurrido con
la Iglesia y la sociedad. Ya con el nacimiento de la modernidad éstas comenzaron
a distanciarse. La primera mantuvo el tranco cómodo que le aseguró el liderazgo
por muchos siglos, saltando las dificultades o vallas o pasándolas por el lado,
mientras la segunda había comenzado a apurarlo. La Iglesia se confió, pensando
que la sociedad no llegaría demasiado lejos y que mantendría su status. Pero en
el siglo XX el ritmo del mundo se hizo insostenible para una Iglesia
acostumbrada a otro tipo de carrera.
Eso lo intuyó Juan XXIII
cuando convocó al Concilio Vaticano II: sabía que nuestro tranco no estaba a la
altura de la carrera contemporánea. Hoy, a 50 años de la inauguración del
Concilio Vaticano II, necesitamos con urgencia volver a discernir los signos de
los tiempos, porque el mundo nos sigue sacando vueltas de ventaja, y corremos
el cierto y serio riesgo que ya no seamos ni siquiera invitados a la próxima
carrera.
Necesitamos, en primer
lugar, discernir qué significa para nosotros cómo Iglesia la democracia, como
uno de los grandes logros del siglo pasado. El Vaticano II algo de eso captó y
lo trasmitió con una profundidad teológica potente: antes que nada, todos somos
iguales, porque somos bautizados. Así de sencillo. Luego conversemos sobre los
diferentes aportes en este cuerpo que es la Iglesia, pero no sin antes afirmar
una y otra vez que lo primero es lo primero: somos iguales. Pero, ¿lo somos en
verdad?. Con una mano en el corazón, hay que decir que no. Seguimos dándole
demasiada importancia a la diferencia funcional proveniente del sacramento del
orden, desde donde se constituye la jerarquía de la Iglesia. Democracia no es
que todos hagamos lo mismo, ni necesariamente “una persona, un voto”. Pero que
al menos existan espacios reales de participación. Esta es una tarea en la que
los curas y obispos estan al debe. Parecen tener temor a “SOLTAR EL PODER”. Les
cuesta demasiado. Primero, por el hecho de ser hombres, y a los hombres nos
gusta el poder. Y, segundo, porque somos célibes, y el poder compensa sus
carencias. Pero también es tarea de los laicos ¿Qué esperan para pedir más
espacios?. No están pidiendo un favor, sino lo que les corresponde como
miembros plenos de este cuerpo. Que esos espacios se abran dependerá que lo
hagamos desde ambos lados: desde quienes tiene que soltar y desde quienes deben
creérsela de una vez y comenzar a pedir participación.
Si la participación laical
es esencial, doblemente lo es la participación de las mujeres. Hay que
jugársela por abrir más espacios a religiosas (pero claro , no para que repitan
el modelo de los primeros) y laicas. ¿No fue el siglo XX el siglo de la
emancipación femenina?. ¿No es algo de lo que tengamos todos que estar
orgullosos?. Este soplo poderoso del Espíritu Santo ni siquiera nos ha
despeinado en la Iglesia. Seguimos en las mismas, como si ellas fueran miembros
de segunda categoría. ¡Necios!. Necios todos los que no terminamos de ver que
son ellas las que sostienen nuestra Iglesia.
¿O alguien se creía que eran
los curas los que la sostenían?. ¡No!. Son ellas las que no permiten que
nuestras parroquias se vacíen de gente, las que como catequistas forman a
nuestros niños, las que en cualquier velorio -independiente si hay o no un
cura- se sientan al lado de la familia del difunto y llevan la voz cantante con
el Rosario. Tenemos demasiado pendiente en esta materia, demasiado… Es
imperativo confiar en ellas para que lideren la discusión en temas como la
educación de nuestros niños, las relaciones de pareja, la planificación
familiar, la vivencia de la sexualidad. En estos y en tantos otros temas ellas
nos dan cancha, tiro y lado. Integrarlas es acoger un signo macizo de nuestros
tiempos. Si no, terminaremos de sentenciar un machismo que sólo perdura en
algunos regímenes fundamentalistas islámicos.
Hay un tercer signo
incuestionable de nuestros tiempos, un logro maravilloso y humanízate de
nuestra sociedad: la sexualidad, aquella nueva y más sana valoración que hacemos
de nuestro cuerpo. ¿Lo hemos acogido como Iglesia?. Demasiado tímidamente.
Seguimos mirando con desconfianza la sexualidad, ( Y estamos pagando las
consecuencia de esta “sacra castración del ser hombre o mujer sexuados)
infectados aún con una teología agustiniana que sospecha de nuestras pasiones,
del placer y del amor como eros. Hay que volver a repetir contra todo
gnosticismo, como si fuera una jaculatoria: el Verbo se hizo carne. En lo más
ortodoxo de nuestra tradición está el dogma de la encarnación, y una
consecuencia de esto es que nuestra sexualidad hay que agradecerla y
celebrarla, y no mirarla con vergüenza ni menos referirnos a ella solo para
hablar de pecado. Pero nada diremos relevante si primero no nos adentrarnos en
sus complejidades, reconociendo nuestro analfabetismo en el tema, y
permitiendo, con humildad y un mínimo de realismo, que nuestra moral sexual no
puede estar definida solo por célibes.
El Vaticano II fue el
mayor reconocimiento que hizo el atleta rezagado que requería apurar el tranco.
Y lo logró. Pero el impulso le duró solo unos pocos metros. ¿Qué haremos ahora?.
¿Lamentarnos y echarle la culpa a la pista, al competidor, al público, al
clima?. Pongámonos de pie, conscientes de lo que somos, de nuestras miserias,
pero de la riqueza que hay en la variedad de las personas, de los dones e
inspiremos profundamente. El aire está lleno del Espíritu que nos permitirá
correr en este mundo como Dios manda.
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