Las Beatas Carmelitas de Compiegne; el martirio, el testimonio como la entrega suprema.
Hoy
después de una semana muy difícil quise terminar la jornada viendo una de
aquellas películas de verdad, la con valores, con contenido y no simple
entretención.
Busque
entre los dvds y me encuentro con Dialogo de Carmelitas.
Que
puedo decir, sino que emociona y desafía mi respuesta, mi fe y la visión que
hoy tenemos del martirio, del valor de dar la vida por lo que creemos, dar la
vida por los hermanos, por la verdad.
Hoy
¿Cuál es el conflicto moral/ético que se presenta con respecto al martirio?
¿Vale
la pena? ¿O tal vez es mejor sumarse a
las voces que dicen que todo va mal y que se necesitan reformas o simplemente
dejarnos invadir por el temor o el escándalo y salir huyendo? ¿O seguir
adelante viviendo realmente de cara al mundo la fe y gritar que Cristo es la
respuesta a toda crisis, que vivir la fe en coherencia y en fidelidad completa
es la respuesta?
Hoy
podemos encontrar varios ejemplos de martirio o persecución, muchas veces
silenciosas y otras no tanto, incluso al interior de nuestras propias comunidades.
Y
qué decir de la mofa, la ridiculización del cristianismo y sus valores en
nuestras sociedades aparentemente autocomplacientes. Creo que el sacrificio de
la muerte para ofrecer la vida tiene un sentido muy profundo hoy. En la
donación de la propia vida la cruz es signo sorprendente del amor. En la muerte de Cristo, en la cruz, se
realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al
hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Es allí, en la cruz,
donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora
qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de
su vivir y de su amar.
Por
tanto busquemos el ser mártires/Testigos (que es su significado), muriendo cada
día a nuestros egoísmos, rencores y soberbias.
Les
dejo un breve relato del martirio de las Carmelitas de Compiègne para aquellos
que no le conozcan.
La guillotina cortaba cabezas a placer durante la Revolución
Francesa, y fueron muchos
los católicos que dieron su vida por Jesucristo bajo las iras
del pueblo que había apostatado de la fe.
Entre tantos mártires gloriosos hubo un caso de belleza
cristiana sin igual: el de las
Monjas Carmelitas del Monasterio de Compiegne, en los
alrededores de París.
En medio del furor revolucionario, la Superiora propone a las
monjas:
- ¿Qué les parece si nos ofrecemos a Dios como víctimas, para
desagraviarle de tanto
crimen y pecado, para aplacar su ira, para alcanzar la paz del
Estado y que cese la
persecución a la Iglesia?
Esto se lo proponía la Superiora en Septiembre de 1792. Las
religiosas, con generosidad
admirable, responden que sí, que están dispuestas a semejante
sacrificio. Solamente dos ancianas dudan y tiemblan: -No, no nos importa morir.
Pero eso de subir a la guillotina nos da mucho miedo...
Pasan dos horas, y las dos se presentan llorando y pidiendo
perdón:
- Sí; también nosotras queremos morir, si es que Dios acepta
nuestro ofrecimiento. ¡Ya
no tenemos miedo! Admítannos entre ustedes.
La gracia había triunfado
en todas ellas, y cada día se renovaba el ofrecimiento en la
oración. Un día se presentan en el monasterio los delegados del
Directorio exigiendo a las monjas que se despojen de sus hábitos, las obligan a
separarse en cuatro grupos, a los que distribuyen en distintos lugares, y les
prohíben llevar vida de reglamento, de obediencia y de comunidad: -¡Libertad,
igualdad, fraternidad!... Y esa manera de vivir suya es una esclavitud...
Las monjas no se rinden. En sus respectivos domicilios, fieles a
su Regla y al
ofrecimiento que habían hecho como víctimas al Señor, llevan
adelante su vida conventual, rezan y hacen penitencia como dentro del
monasterio. Acusadas de llevar una vida semejante, sufren un registro riguroso,
y, con lo que se encuentra, la autoridad ya tenía lo suficiente para acusarlas
y llevarlas al suplicio: -¿Qué significan estas cartas de sacerdotes, con
novenas, devociones al Corazón de Jesús y al Corazón de María, y eso que llaman
dirección espiritual? ¿Y esta imagen del Sagrado Corazón? ¿Y este retrato del
rey ajusticiado?
La acusación resultaba evidente, y pudo venir la orden
inapelable:
- ¡Deténganlas por rebeldes! Esas ciudadanas religiosas,
burlando la autoridad, traman
contra el Estado, quieren reinstaurar la monarquía, y practican
la religión proscrita. Son
pruebas suficientes de culpabilidad.
Detenidas las dieciséis, son llevadas al monasterio de la
Visitación, convertido en cárcel.
Unos días más, y las trasladan definitivamente a París, donde
van a parar a la terrible
prisión de la Conserjería.
Era el 24 de Junio de 1794. Allí encuentran sacerdotes,
religiosas, seglares católicos,
todos ellos en espera de lo peor. Las Carmelitas que llegan
traen una oleada de optimismo. Rezan, cantan, inspiran amor grande a Jesús y a
la Iglesia… Llegado el día del Carmen, su fiesta patronal, la Virgen es
festejada como nunca, en medio de tales sufrimientos. Una de ellas, simpática y
valiente, pide a un recluso que estaba algo más libre: -Tráigame algo con que
poder escribir.
Consigue unos palillos de carbón humedecidos, y escribe, con el
aire de la Marsellesa,
un himno a la gloria del martirio, coreado después por todas.
Están todas convencidas de lo que les espera. Porque ven que se
va a cumplir la profecía de una monja muy santa, Sor Isabel, que, hacía ya un
siglo, había vivido en el monasterio y dejó el recuerdo de una visión que tuvo
un día:
-He visto a las religiosas del convento entrar en el Cielo,
cubiertas con un manto blanco
muy resplandeciente y sosteniendo una palma en sus manos.
Esta tradición del monasterio
no podía significar otra cosa que el martirio. Entonces,
¡todas a morir ahora por la fe! Había llegado el momento
dichoso. El 17 de Julio, día
siguiente del Carmen, se les comunica la sentencia de muerte,
que debe ser ejecutada sin dilación. Al atardecer, cargan a las dieciséis en
varias carretas, y llegan a través del gentío hasta la Plaza del Trono donde se
alzaba la guillotina.
Divisado el patíbulo, empiezan las mártires a cantar himnos
sagrados: el Miserere, la
Salve, el Te Deum en acción de gracias, y, al pie del cadalso,
el Veni Creator al Espíritu
Santo. La multitud ha guardado un silencio profundo. Y mientras
las descargan, van
diciendo a los verdugos frases que ha conservado la historia:
Una: “No tengo otro deseo que vivir y morir carmelita”.
Otra: “Soy carmelita hace cincuenta y seis años. Quisiera tener
otros tantos para
dárselos al Señor”.
Una tercera: “Mi mayor felicidad ha sido ser carmelita, y morir
carmelita es mi único
deseo”.
Otra más: “Si pudiera doblar los lazos que me unen a Dios, lo
haría con toda
intensidad”.
Y concluía otra: “Soy religiosa por elección propia, y no dejo
mi hábito aunque tenga
que dar mi sangre para tener semejante dicha”.
El acto final resultó emocionante. Sor Constanza, una joven
novicia, es la primera
señalada para subir al cadalso. Antes, se arrodilla ante la
Superiora, y le pide: -¡Madre,
bendígame! Recibida la bendición, entona el salmo “Alabad al
Señor todas las gentes”,
sube la escalera y su cabeza cortada es levantada en alto ante
el gentío. Una tras otra repiten el mismo gesto de la simpática joven: la
bendición de la Madre, ¡y arriba!...
La última en morir es la Superiora, Sor Teresa de San Agustín,
que tan bellamente había
preparado a las súbditas para el martirio, y que repetía: “El
amor será siempre el que venza. Cuando se ama, se puede con todo”.
¡Qué
mujeres éstas! Parece que fueran de raza superior. Y son, simplemente, hermanas nuestras, pero hechas de fidelidad inquebrantable a Jesucristo , a la Iglesia y a la verdad y el amor, a ellas se suman legiones de mártires a través del tiempo y de la historia y seguramente hoy y mañana se sumarán otros tantos.
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