“Complexio Oppsitorum” Una Iglesia mosaico
Dos Papas que marcaron la
historia de la Iglesia y del mundo. Dos pontífices distintos, como cada ser
humano es distinto, iconos del siglo XX y, sin embargo, semejantes. Juan XXIII,
el Papa anciano y humilde, pero a la vez capaz
de dar “el gran paso del Concilio” y Juan Pablo II, el atleta de Dios,
el Papa de los jóvenes, el Papa que dijo e invito al mundo a abrir las puertas
a Cristo. Los dos sedujeron al mundo por lo que dijeron y, sobre todo, por lo
que hicieron. El primero “aggiornó” la Iglesia y el segundo puso el freno a una
marcha acelerada y muchas veces casi desenfrenada. Las dos almas del
catolicismo que Francisco ha querido unir, elevando a sus representantes a la
gloria de la mano.
La Iglesia católica es maestra
en la estrategia de la “complexio oppsitorum”, en pasar de la tesis a la
antítesis, haciendo síntesis. En conciliar el blanco y el negro en el gris. Es
la continuidad discontínua. Porque la institución, maestra de sabiduría
decantada en sus más de dos mil años de historia, nunca procede a saltos.
Pero sí hay, en su
historia más reciente, cambios de ciclo o de rumbo, que la institución sabe
combinar a la perfección. Juan XXIII inició con el Concilio Vaticano II el
ciclo reformista, que culminó Pablo VI, con el epílogo de Juan Pablo I, el Papa
fugaz por sus 33 días en el solio pontificio. La Iglesia, sin el Concilio se
parecería más al islam rigorista e inflexible, que a la religión moderna que es
hoy.
Aunque en el post concilio
se cometieron excesos (especialmente litúrgicos) y la institución, atenta, decidió
cambiar de ciclo. Juan Pablo II puso el freno, con una clara marcha más lenta y
atenta al cuidado doctrinal, a pesar de su apertura al mundo moderno, su
defensa de la paz y de los derechos humanos. Para algunos resulto una
involución para otros una apertura al mundo, un dialogo sin perder la identidad
ni transar en la doctrina. Porque si, la doctrina es la misma, no puede
cambiar, las verdades de la fe se mantienen y se deben mantener. Además el
Concilio no definió ninguna nueva doctrina, recordemos que fue “Pastoral” y no dogmático.
Esto es, deseo dialogar y presentar al mundo la doctrina con aires nuevos y
comprensible, dialogantes.
Sea lo que fuere, la
institución entró en lo que algunos llaman una largo ciclo conservador, que
duró 32 años y que concluyó con Benedicto XVI y con su revolucionaria y
profética renuncia.
Convencido de que, para
dejar de ser "autorreferencial" y mirarse al ombligo, la Iglesia
tiene que pacificarse internamente, Francisco planificó la canonización de los
dos Papas como signo de que todos somos Iglesia. Una Iglesia mosaico, integrada
por todos los colores, tanto los de los conservadores como de los progresistas.
Viviendo en paz y tolerancia. Asumiendo el pluralismo. Sin peleas internas
estériles, que tanto desgastan y no ayudan en nada, mucho menos en el
testimonio fraterno y de caridad.
Ha llegado, según
Francisco, el momento de la síntesis, de sumar sin restar, de unir fuerzas.
Pasa salir al mundo. Para que la Iglesia deje de ser aduana y se convierta
realmente en "casa de todos" y, sobre todo, en "hospital de
campaña" de los heridos por la vida, de los pobres y marginados, de los
tirados en las cunetas de la historia. Una Iglesia con sus dos almas que laten
juntas y al unísono para anunciar la Buena Nueva a favor de los todos los
hombres y de los pobres.
Conseguirlo será su misión
primordial. Y Francisco sabe que, por ley de vida, no tiene demasiado tiempo. Y
también sabe que el mayor desafío eclesial es el de la unidad. Desde el
principio, hubo banderías. En la naciente Iglesia unos eran de "Pablo y
otros de Apolo". Con el paso del tiempo, las facciones creyentes llegaron
a dividirse tanto que terminaron separándose en diversas confesiones
cristianas. Desde entonces, los seguidores de Jesús viven con el pecado de la
desunión a cuestas. A pesar de la angustiosa petición de Jesús al Padre:
"Que todos sean uno".
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