EREMITAS URBANOS ORATIONE, LABORE ET CHARITATE ¡SOLEDAD!
Su número crece cada día. Pasan su vida en oración, no temen la pobreza y rechazan cualquier jerarquía. Su fuerza está en contradecir el espíritu del tiempo. La Iglesia ha decidido reintegrarles en el Derecho Canónico. Lo que no quieren es, justamente, ser noticia. Buscan el silencio y la discreción. Su puerta permanecerá cerrada para quien se acerque como periodista, o simplemente como curioso. Tengo el privilegio de conocer a algunos personalmente, pero no tendría acceso alguno a sus escondrijos si violase la promesa de no dar nombres ni direcciones. De todos modos, si alguien quiere buscar su rastro, que no los busque en lugares inhóspitos: es mucho más probable que los encuentre en las buhardillas de los centros metropolitanos. Me refiero a los eremitas. Han regresado por la puerta grande, su número crece cada año, aunque pocos lo saben, como es obvio, dado su empeño en pasar desapercibidos. La Iglesia, en cambio, sí sabe de ellos, y ha decidido volverles a dar un sitio dentro de su estructura, pues el Código de Derecho Canónico de 1917 los había ignorado. No por hostilidad, sino porque parecía que formaban parte de una página cristiana, larga y gloriosa, pero definitivamente cerrada.
Una página que se inició
cuando en Oriente miles de creyentes huyeron al desierto o a las montañas:
grutas y chozas se llenaron de solitarios que luchaban tanto contra leones y
serpientes como contra diablos tentadores. La fama de sus ayunos, de las
penitencias, del silencio ininterrumpido provocaba la afluencia de discípulos,
y con frecuencia el solitario se veía obligado a acogerlos, creando –a veces
contra su voluntad– una comunidad a la que dar una regla. También fue éste el
destino de quien en Occidente iba a ser el origen de la forma de monacato que
marcaría los siglos siguientes beneficiosamente. Benito de Nursia empezó como
eremita pero su misma fama de santidad le sacó de la cueva y le forzó a
transformarse en maestro y legislador de cenobios.
La Edad Media se llenó de
eremitas, muchos de los cuales encontraban su sustento guardando cementerios,
puentes o santuarios. El declive comenzó con el Concilio de Trento, que
desconfió de los anacoretas porque eran incontrolables, y concluyó en el Siglo
de las Luces y la Revolución Francesa que persiguió a estos «parásitos asociales»
a los que también consideraba «fanáticos oscurantistas». En el siglo XIX el
eremita quedará relegado a ser casi un personaje de novela romántica, al estilo
Conde de Montecristo. Dentro de la Iglesia, la vocación a la soledad había
quedado canalizada desde hacía tiempo a través de órdenes religiosas como las
de los cartujos o los camaldulenses, en las que el aislamiento va unido con la
comunión con los hermanos en la oración y en la conversación.
Se decía que el silencio
de Código eclesiástico de 1917 era significativo: ya no quedan anacoretas,
fuera su regulación. Y en cambio, esta vocación –rara, pero insuprimible– desde
luego no había desaparecido, sino que se incubaba bajo las cenizas, de modo que
el nuevo Código publicado en 1983 ha tenido que levantar acta. En el segundo
inciso del canon 603, la Iglesia reconoce oficialmente a los ermitaños como
«consagrados» si «mediante voto u otro vínculo sagrado, profesan públicamente
los tres consejos evangélicos (pobreza, castidad, obediencia) en manos del Obispo
diocesano», y si el mismo Ordinario del lugar les aprueba una regla que ellos
mismos hayan redactado. Una legislación light, con requisitos mínimos, pero tal
y como es obligado para una elección de vida inspirada por la obediencia a la
Iglesia y a la lectura más rigurosa del Evangelio a la vez que por la libertad
y la autonomía de los hijos de Dios que siguen una vocación particular y del
todo personal.
Las estadísticas son
difíciles, por no decir imposibles: aunque se les conoce, muy raramente los ermitaños
responden a los cuestionarios. Ahora ha aparecido la investigación de los
jesuitas americanos en las páginas de su revista cuatrimestral para consagrados
Review for Religious. Hay que reconocer que esos religiosos americanos han
tenido cierto éxito, pues de una muestra de 600 eremitas en todo el mundo han
conseguido 140 respuestas. Una miseria para cualquier otra categoría social,
pero todo un éxito dentro de la anómala categoría de los ermitaños, que si nos
atenemos a las valoraciones fiables, contaría en todo el mundo con veinte mil
personas. En Italia de mil a mil doscientos, divididos casi igual entre hombres
y mujeres. La inmensa mayoría es católica, aunque no faltan otras confesiones
cristianas y otras confesiones. Como alguien ha señalado, el anacoreta es el
más ecuménico entre los creyentes porque recupera –viviéndolos todos los días–
los valores que unen todas las confesiones: oración, penitencia, sacrificio,
ayuno, alejamiento, contemplación
Parece que entre los
nuevos ermitaños italianos también se cumple lo que revela la investigación
americana, según la cual, solamente un dos por ciento ha elegido vivir en
cuevas o sitios por el estilo, como galerías subterráneas. Ni la mayoría se
encuentra en el campo o en las montañas. En realidad, el mayor número de los
ermitaños actuales es «metropolitano». La gran ciudad es el verdadero sitio de
la soledad, del anonimato, del combate silencioso contra los nuevos demonios.
La mayoría tiene entre cincuenta y sesenta años, y son rarísimos los que están
por debajo de los treinta. No hay más que recordar el viejo proverbio: «A joven
ermitaño, viejo diablo». Todos los maestros de la vida espiritual han enseñado
siempre que una vocación así distingue a una élite de hombres y de mujeres
particularmente experimentados. De hecho, en el eremitorio no se tiene el apoyo
de una comunidad fraterna; la soledad y el silencio constantes son un gozo sólo
para quien realmente ha sido llamado; ni siquiera se cuenta con un hábito o un
distintivo. No sólo: la obligada pobreza se convierte muchas veces en miseria,
sobre todo para quienes han encontrado en la ciudad su «desierto», dado que el
anacoreta buscará huir de toda «dispersión», y por tanto, de los trabajos en
fábricas u oficinas, con lo que vivirá de las pequeñas cosas que pueda hacer
dentro de sus modestísimas cuatro paredes. Esto casi nunca asegura unos
ingresos suficientes para que una vida no se deslice desde la pobreza hasta la
indigencia. Ésta es una de las razones por la que muchos esperan a tener una
edad suficiente para una pequeña pensión, aunque sea mínima, que les permita
cultivar en paz su propia vocación. En general tienen más suerte para el
sustento diario aquéllos que tienen su cabaña en el campo. Todas las experiencias
dan fe de que los inicios son difíciles por la desconfianza de los paisanos que
se preguntan quién será ese «forastero» extraño que, por lo general, tiene un
aire distinto (la mayoría tiene título universitario), que no recibe visitas,
que no tiene ni teléfono ni televisor, que se va a la cama con las gallinas y
se levanta con el alba y que sólo cruza con los demás –párroco incluido– las
mínimas palabras indispensables. De modo que la primera visita, por lo general,
es la del policía local, alertado por las observaciones de los vecinos.
Después, poco a poco, se acepta al «forastero» como un miembro de la comunidad,
algo extraño. Aunque la mayoría son laicos, también son numerosos aquellos
sacerdotes, frailes o monjas que llegan a la vida eremita tras muchos años en
comunidades tradicionales. Son los más afortunados, pues una vez que se les
concede el permiso para dar el paso a esta nueva forma de vida, suelen tener la
ayuda de la familia religiosa de la que provienen.
Pero, ¿por qué una
elección así? Lo primero que hay que decir es que se trata de una vocación, una
llamada, que ha florecido de nuevo por reacción a la borrachera «comunitaria»,
«social» que ha arruinado muchos ambientes religiosos. El exceso de insistencia
en el compromiso con el mundo y el desbordamiento de las palabras, habladas y
escritas, han llevado a muchos, por contraste, a redescubrir la fuerza de la
oración y el gozo del silencio. El ermitaño da su vida por cosas «inútiles»
según el mundo y, desgraciadamente, también según cierto eficientísimo
cristiano actual. La sencilla regla que él mismo se escribe, y que si quiere
somete a la aprobación del obispo, prevé, sobre todo, horas de oración, de
lectura espiritual, de meditación. Prevé vigilias, ayunas, penitencias,
renuncias. En el ermitaño hay un rechazo radical de la lógica mundana, para la
cual sólo la acción, la política, el compromiso social, las inversiones
económicas pueden cambiar el mundo para mejor. Él, por su parte, ha respondido
a una llamada que le ha hecho comprender hasta el final que sólo quien entrega
su vida la salva, y que el modo más eficaz de amar y de ayudar es el de
sepultarse bajo el anonimato, el silencio, la impotencia, creyendo hasta el
fondo en los misterios vínculos de la «comunión de los santos». Creo que esto
es lo que quería decir la inscripción que vi en la pared de la habitación de un
anacoreta en una casa deteriorada del corazón de Turín: «El que va al desierto,
no es un desertor». Nada de un desertor, sino más bien un creyente que, en vez
del activismo constructivo sólo en apariencia, ha decidido practicar la forma
más alta de caridad en la perspectiva evangélica: la oración ininterrumpida por
todos, en la soledad y en el silencio más radicales.
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