Corpus Christi y el ardiente amor, desde el Corazón de Cristo Buen Pastor, Vivido Hoy.


Corpus Christi, Fiesta de la Presencia real, activa y operante de Aquél que «habitó entre nosotros» (Jn. 1, 14)  y conoce a las ovejas y ellas lo conocen.

EL SACRAMENTO DE LA CRISTIANA CO-UNIÓN Y CO-MISIÓN
«Comunión» significa también, podemos decir, «co-unión» y «co-misión», en lo cual se encuentra la fuerza de transformación que posee el cristianismo. Por eso el efecto supremo del sacramento de la Eucaristía es llamado «comunión», que es el «cumplimiento acabado de nuestra vida espiritual»: es la fuerza de transformación de todas las cosas, en Cristo.

En este sentido, S.S. Benedicto XVI ha subrayado en la celebración del Corpus de cómo en la expresión paulina «todos ustedes son uno en Jesucristo» reside la verdad y la fuerza de la transformación cristiana de todas las cosas: “la revolución más profunda de la historia humana, que se experimenta en torno a la Eucaristía”.
“Aquí se reúnen ante la presencia del Señor personas de distintas edades, sexos, condiciones sociales, ideas políticas. La Eucaristía no puede ser nunca un ámbito privado, reservado a personas que se ha elegido en función de la afinidad o la amistad. La Eucaristía es un culto público, que no tiene nada de esotérico, de exclusivo”.

Por eso cumpliendo con esta opción de renovar en nuestras ciudades las procesiones del Corpus,  honrar la presencia del «Peregrino Celestial», Jesucristo, al que muchos no conocen, o no han oído de Él, o no se han sentido atraídos por su Palabra y por su Amor, tal vez porque nosotros su Cuerpo viviente, como Iglesia no se lo hemos mostrado de modo diáfano con nuestro culto y nuestro testimonio de vida, en parte por la pereza respecto del evangelizar, o por creer que no hace falta la evangelización explícita (que incluye como en un «todo-íntegro») la promoción humana integral) o los fallos que han opacado en algo, o en mucho, la unidad visible de nuestra realidad eclesial, pero en el corazón de fe queremos llevar a Jesús verdaderamente presente, a cada hogar, a cada barrio, para que no caiga en nuestra falta, como fue el caso de las palabras que constan en el Evangelio: “En medio de ustedes está Uno al que Ustedes no conocen” (Jn. 1, 26).

Aquí es el mismo Jesucristo quien se da a conocer, y nos enseña, que Él es el Pan vivo bajado del Cielo, no como el que comieron los padres del pueblo elegido en el desierto, y que luego murieron, sino el Pan para la Vida Eterna. Porque el pueblo que huía desde Egipto hacia la Tierra Prometida fue sometido a la prueba y a la tentación de desesperar, pero Dios Providente les envió el maná.

Jesús nos enseña que ese maná venía del Cielo, pero este Pan Nuevo, en cambio, es Él que se da a sí mismo en la Eucaristía, ese sacramento que instituyó en la última Cena, y que constituye el sacramento de la comunión cristiana, el sacramento que hace la unidad de la Iglesia en el Amor. Es el sacramento-principio de vida, idéntico para toros, el mismo Jesucristo que se ofrece a cada uno como el Pan vivo bajado del Cielo, y que hace de los comensales a esa Mesa una sola cosa, un solo cuerpo, unido en el Amor (Cf. 1 Cor. 10, 17).
La solemnidad del «Corpus Christi» nos impulsa a reconocer a Cristo vivo y presente en medio de vosotros; y a reflexionar, si prestamos atención, en la vida cotidiana y diaria, con nuestro testimonio a aquellos que con simplicidad de fe saben captar las místicas irradiaciones la presencia divina, pueda ser como «magnetizada, iluminada, confortada, y, por la gracia, santificada.

EUCARISTÍA VIVIDA
No queda otra cosa más cierta y sucinta que decir que la Eucaristía es causa maravillosa de la unificación de los creyentes, con Jesucristo y entre ellos. Así lo afirma San León Magno: “No a otra cosa (…) tiende nuestra participación al cuerpo y a la sangre de Cristo, sino a transformarnos en aquello que asumimos”.
Transformación, en Cristo. Es la meta. Sería vano nuestro culto si quedara encerrado en un intimismo o en el recinto del templo material. ¡Cómo podría quedar así opacado el efecto de la Eucaristía!. Al culto debido (Cf. 1 Cor. 2, 30-31), como lógica y esencial consecuencia se le debe la «Eucaristía vivida» del Amor cristiano, en todos los órdenes, también en el sentido de nuestra conciencia social (en todos los niveles, también en la relación familiar y vecinal), de la «caridad social» e incluso «caridad política», como la llama la Doctrina social de la Iglesia. No podemos olvidarlo, so pena de caer en la condición de «masa internamente dividida» pues, como justamente lo afirmaba el Papa Pablo VI, “(…) si olvidáramos que la Eucaristía está destinada a nuestra relación humana, junto con nuestra cristiana santificación; está instituida para que lleguemos a ser hermanos; es presidida por el Sacerdote, ministro de la comunidad cristiana, para que, desde el estado de extraños, dispersos e indiferentes los unos a los otros, lleguemos a ser hermanos, iguales y amigos; y ha sido dada a nosotros para que, desde el estado de masa apática, egoísta, o gente dividida o adversaria entre sí, lleguemos a ser un pueblo, un verdadero pueblo, creyente y amoroso, de un solo corazón y una sola alma”.

De tal modo, la Eucaristía celebrada lleva al pueblo cristiano al sentido de una profunda solidaridad, a infundir el carisma de una real y mística unidad, que es la celebración del Sacrificio Eucarístico, el cual, al ser también Banquete (Sacrificio y Banquete van unidos; sólo una mentalidad escindida podría separarlos), produce el efecto de vivir como con un solo corazón y una sola alma (Cf. Hch. 4, 32). ¿Tenemos la suficiente conciencia de esta realidad de fe?. ¿Tenemos el propósito de poner toda nuestra colaboración para hacer realidad visible tangible, esta realidad de fe?.

LA EUCARISTÍA PARA LA CONSTRUCCIÓN EFECTIVA DE LA «CIVILIZACIÓN DEL AMOR»
No dudemos, entonces, esta comunión de fe, de caridad, de vida sobrenatural, que deriva del Sacramento que la significa y la produce, puede tener un enorme y benéfico reflejo sobre la sociabilidad temporal de los seres humanos; porque hay un sentido primordial y trascendente, hay una Fuerza (con mayúscula) que lo solo humano no puede alcanzar: “A la «Ciudad terrestre» le falta ese suplemento de fe y de amor, que en sí no puede hallar; y que la «Ciudad religiosa» en ella existente, esto es, la Iglesia, puede en no pequeña medida conferirle, sin ofender en nada la autonomía de la «Ciudad terrestre»; inclusive, la justa laicidad puede también conferírsela, por tácita ósmosis de ejemplo y de virtud espiritual!”.  Son las bases de la ansiada construcción de la «Civilización del Amor». ¿Cuánto más puede aguantar el mundo sin esta reconstrucción?
Sabemos como el tema y el problema social tiene relevancia hoy, como ayer, en nuestro tiempo y en nuestro país. Sabemos como las ideologías, las políticas, las culturas, las organizaciones tienen como base lo social, y cuánto esto es importante. Ahora bien, ¿nos preocupamos en evangelizar, incluso desde una sana laicidad, lo social?. Los co-hermanos nuestros de este tiempo trabajan, se fatigan, sueñan y sufren, para crear la «Ciudad terrestre», como la hemos llamado, y sabemos todos como en este esfuerzo se logran, sí, progresos, muchas veces dignos de admiración, pero también sabemos que hay obstáculos y contrariedades, que derivan en divisiones, luchas continuas e internismos debilitadores, porque en el fondo falta un único y trascendente principio unificador de la sociedad humana, falta la suficiente energía moral para dar a ella la cohesión libre y consciente y al mismo tiempo sólida y feliz; falta no pocas veces el deponer egoísmos o mutuos avasallamientos. Y, en el fondo, incluso en los «creyentes», no pocas veces falta fe. Señor, creemos, pero aumenta nuestra fe… Esta fe no queremos imponérsela a nadie. Hay libertad, y es bueno que así sea. Sobre todo, la libertad religiosa, es el centro de los demás derechos humanos (como la llamaba el beato Juan Pablo II: «quicio de los derechos humanos».

Queremos reactualizar en nuestro corazón y en nuestros labios, la triple exclamación del santo Obispo y Doctor de la Iglesia, San Agustín, refiriéndose a la Eucaristía: “¡Sacramento de piedad!; ¡Sacramento de unidad!; ¡Vínculo de caridad!”

 Y esto lo haremos acompañados de María, Madre de Jesús Buen Pastor y Pan Eucarístico, Ella siempre nos llevará de la mano en nuestro peregrinar. Ella nos protege y sana muchas de nuestras heridas interiores, con las manos llenas de ese Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. Espíritu de consuelo y de clemencia, de sanación y paz, que mucha falta nos hace, y que hoy, especialmente, suplicamos al Señor.




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